Los debates sobre la reforma educativa parecen oscilar entre dos polos que no encuentran una solución dialéctica aceptable. Por una parte, desde posiciones conservadoras -cada vez más radicalizadas, dicho sea de paso- se alzan con fuerza voces que defienden el retorno a una enseñanza disciplinaria y homogeneizadora, con una división clara entre el papel educativo de la familia y la función instruccional de la escuela.
Desde esta perspectiva, el pasado se recupera idealizado, pensando que este tipo de respuestas dieron buenos resultados e ignorando que también tuvieron sus quiebras y fracasos; y el pasado se presenta como solución a los problemas del presente, pasando por alto los profundos cambios que han experimentado las sociedades, interpretados a menudo en clave de decadencia provocada por las políticas educativas «progres», causantes no solo del fracaso educativo sino también de la degeneración moral y la fragmentación de la sociedad en identidades enfrentadas.
En las izquierdas, sin embargo, es difícil encontrar una propuesta articulada e integradora de las distintas corrientes pedagógicas que la componen, más allá de un punto de convergencia general en torno a valores como la igualdad, la inclusión educativa, el respeto a la diversidad, la flexibilidad, la adaptación a los distintos tipos de alumnos y la innovación pedagógica.
Desde estas posiciones es frecuente encontrar propuestas que absolutizan esos valores en torno a planteamientos particulares y excluyentes, no pocas veces con un cierto aire sectario. La educación se concibe muchas veces como el camino hacia una sociedad diferente, de sujetos emancipados, dejando de lado que el alumnado necesita también adaptarse con autonomía y éxito a la sociedad del presente.
Pero no está claro que ninguna de estas dos perspectivas se esté haciendo cargo de la complejidad que revisten el mundo actual y los seres humanos que lo componen, donde están aconteciendo profundos cambios a múltiples niveles interdependientes -económico, político, biológico, sociocultural- que aún es difícil ponderar. Tampoco parece que, desde estas posiciones, sea fácil entender la educación como un conjunto heterogéneo de sistemas y procesos que, en relación dialéctica, contribuyen tanto a la reproducción como a la transformación de las sociedades y que ambas cosas son necesarias pero siempre problemáticas.
Creo que necesitamos esquivar esquemas de pensamiento polarizados y dogmáticos, del signo que sean; y afrontar el reto de la reforma educativa con paciencia, humildad, investigación científica y mucho diálogo, sin perder de vista que la mejora de la educación no puede concebirse aislada de otras reformas políticas, económicas y culturales. Nada de esto escapa a la confrontación entre distintos sistemas de valores, visiones del mundo y proyectos de sociedad, pero conviene encontrar puntos de integración y equilibrio entre ellos, de manera dinámica, en permanente estado de negociación, pero logrando acuerdos. La polarización dogmática se cobra precios muy altos que pagan, principalmente, los sectores sociales más vulnerables.
F. Javier Malagón Terrón