Las crisis provocan que se activen, a veces de manera sorprendente, procesos de cambio en organismos e instituciones. Esto puede valorarse como positivo, pero también es cierto que en las crisis se pone en juego su estabilidad, factor que ningún político o gestor debe ignorar, mucho menos si quiere acometer reformas con éxito.
La aceleración de los cambios bajo condiciones de crisis también presenta otro desafío: muchas medidas se operan precipitadamente, excluyendo el debate y la participación democrática en torno a ellas y generando costes e ineficiencias que podrían haberse evitado «viendo las cosas venir».
Existen políticos, gestores e intelectuales a los que les incomoda hablar de «lo viejo» y «del futuro lejano» pues consideran que lo más práctico es atenerse al presente, al «aquí y ahora». Este presentismo solo aparenta ser más práctico, y puede que a veces lo sea, pero no por ello siempre es más útil.
Muchos problemas sociales y organizacionales son complejos; encontrar la mejor respuesta posible exige tiempo y esfuerzo intelectual para comprender su origen y su evolución.
Además, a las grandes cuestiones sólo se les puede dar respuesta en procesos proyectados hacia el futuro a corto, medio y largo plazo, creando, progresivamente, condiciones que no existen.
De ahí la importancia del estudio, la reflexión y el debate sobre los cambios sociales y organizacionales mucho antes de que se produzcan las crisis, o las «ventanas de oportunidad», que aceleran su transformación.
Anticiparse contribuye a que los procesos puedan ser más democráticos, eficaces y eficientes, aunque las reformas tarden en implementarse. En esto las trabajadoras y los trabajadores intelectuales tenemos un importante papel que desempeñar.
F. Javier Malagón