
Las universidades están abocadas a una profunda transformación en sus maneras de enseñar. Se trata de un cambio que trasciende lo meramente tecnológico, aunque la aplicación de herramientas online sea el aspecto más inmediato al que nos estamos confrontando profesores y alumnos para finalizar el actual curso académico e iniciar el siguiente con un alto nivel de incertidumbre.
Sin embargo, la pandemia ha puesto de relieve otras cuestiones, directa o indirectamente relacionadas con el cambio tecnológico: la brecha socio-educativa, el valor de la presencialidad y lo colectivo, la capacitación del profesorado, el aprovechamiento del tiempo, los enfoques didácticos y las estrategias docentes…
A veces las crisis nos sacan de nuestras zonas de confort y nos obligan a «coger el toro por los cuernos». En las universidades desde hace tiempo somos muy conscientes de que las formas de enseñar y aprender necesitan replantearse en profundidad, aunque hasta ahora los cambios han sido lentos posiblemente a causa de la falta de medios, pero también como consecuencia de inercias y rigideces estructurales muy consolidadas.
Sin haberlo previsto las circunstancias lo han puesto todo «patas arriba». La parte positiva es que las urgencias motivan la innovación pedagógica. Nos guste o no, y con todas las dudas e inseguridades a cuestas, debemos evolucionar con rapidez en contenidos, didácticas, tecnologías educativas, la relación entre lo presencial y la enseñanza en línea, el lugar del alumno en su propia formación y, desde luego, en el papel del profesorado y la relación de la universidad con su entorno.
Bienvenido este desafío, pero conviene acertar en la manera de abordarlo. Impulsar el trabajo en equipo del profesorado y del alumnado es un factor esencial para la gestión del cambio. Un buen modelo a seguir es el que ofrecen las denominadas Comunidades Profesionales de Aprendizaje (Professional Learning Communities).
Este modelo goza de una trayectoria de más de treinta años, sobre todo en las universidades e instituciones educativas del mundo anglosajón. Las CPA pueden adoptar formas variadas para responder con flexibilidad a distintas realidades. Tienen en común que contribuyen a la gestión participativa de los procesos de cambio, al tiempo que facilitan la autoformación de sus miembros y fortalecen el trabajo en equipo, el apoyo mutuo y el liderazgo compartido.
En sus versiones más avanzadas las CPA tienden, además, a promover la participación del alumnado universitario en la innovación educativa, así como a la colaboración con otros agentes sociales. Cierto es que esto se debe llevar a cabo en un marco regulado que garantice derechos y delimite responsabilidades.
Las CPA son mucho más que un conjunto de valores y técnicas de trabajo; son la base de una cultura del trabajo en equipo y el aprendizaje continuo colaborativo que puede extenderse más allá incluso de la comunidad universitaria si sus miembros se forman en ella y la trasladan a la sociedad.
El punto de partida, a mi juicio, debería consistir en la organización de CPA en torno a las asignaturas que componen el currículo académico para, a continuación, avanzar de manera progresiva en la construcción de redes de CPA a distintos niveles (departamentos, facultades…).
Es imprescindible que los Equipos Rectorales desempeñen un importante papel de liderazgo en la implantación de este modelo para sensibilizar, motivar, facilitar recursos y coordinar al profesorado. El cambio que la universidad necesita en sus estrategias de enseñanza debe ser coherente con las maneras de organizarse y trabajar.

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